Yo busqué las piedras
antes de encontrar arena.
Seguí los pasos de
los selknam, de los yaganes.
Me tomé fotografías junto
a sus balsas de pieles de lobo,
antes que los lobos
sangraran y emitieran ese brutal
grito partero, que confunde hasta dios.
Vi sus caras de mármol sin pulir,
toqué sus manos de tierra, y me colmé
de paisajes tan verdes
como la humedad sobre el cemento.
Y caminé.
recorrí el estrecho paso
de los europeos,
los nombres, los dedos apuntando la última cumbre,
las orejas recién salidas de un selknam
en mi cuello,
y las cargué sin pudor.
como sólo se cargan los trofeos de
la ontología ser-lenguaje-hombre,
categorías de hierro
-de la edad de hierro-
ampulosas espadas que pesan más que un hombre
y vetustos hombres que cortan
más que Atila en un arranque de mal genio.
Yo sólo buscaba piedras
a Pedro,
una capilla o un mausoleo
e incluso, me hubiese conformado
con ver los leones agazapados
tras las rejas. Sus ojos,
ver los ojos de un León
como quien mira un objeto de museo
y dimitir frente al vidrio
o a los barrotes. Sólo mirar
como de seguro, miraron los primeros cristianos
cuando alguien contó la historia
de un circo romano, un emperador y un público
codeándose con una sociedad del espectáculo.
Un guiño de Guy Debord frente a la muerte
un oráculo advenedizo tras el cuál se esconde
Emile Ciorán y un hombre que por sus barbas
parece ser el viejo rabino que pretendió
re conquistar la patagonia
en nombre de Dios, de un pueblo
y un destino tan oscuro
como lo que encuentras buscando piedras
en el último rincón
de tu patagonía imaginaria.
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