jueves, 12 de junio de 2008

II

Yo busqué las piedras

antes de encontrar arena.

Seguí los pasos de

los selknam, de los yaganes.

Me tomé fotografías junto

a sus balsas de pieles de lobo,

antes que los lobos

sangraran y emitieran ese brutal

grito partero, que confunde hasta dios.

Vi sus caras de mármol sin pulir,

toqué sus manos de tierra, y me colmé

de paisajes tan verdes

como la humedad sobre el cemento.

Y caminé.

recorrí el estrecho paso

de los europeos,

los nombres, los dedos apuntando la última cumbre,

las orejas recién salidas de un selknam

en mi cuello,

y las cargué sin pudor.

como sólo se cargan los trofeos de

la ontología ser-lenguaje-hombre,

categorías de hierro

-de la edad de hierro-

ampulosas espadas que pesan más que un hombre

y vetustos hombres que cortan

más que Atila en un arranque de mal genio.

Yo sólo buscaba piedras

a Pedro,

una capilla o un mausoleo

e incluso, me hubiese conformado

con ver los leones agazapados

tras las rejas. Sus ojos,

ver los ojos de un León

como quien mira un objeto de museo

y dimitir frente al vidrio

o a los barrotes. Sólo mirar

como de seguro, miraron los primeros cristianos

cuando alguien contó la historia

de un circo romano, un emperador y un público

codeándose con una sociedad del espectáculo.

Un guiño de Guy Debord frente a la muerte

un oráculo advenedizo tras el cuál se esconde

Emile Ciorán y un hombre que por sus barbas

parece ser el viejo rabino que pretendió

re conquistar la patagonia

en nombre de Dios, de un pueblo

y un destino tan oscuro

como lo que encuentras buscando piedras

en el último rincón

de tu patagonía imaginaria.

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