El día amanece
con un frío que escuece.
El gorro,
la bufanda y
el abrigo zurcido por los lados
parecen armaduras descolocadas y
por lo tanto,
admito ser un goliardo, un trovador o un juglar.
El cielo es un espanto.
No hay cielo.
Es más bien un pozo eterno
que a medida que se abre
muestra una luz
que es como un tumor
en un ojo
O,
corrijo
una cavidad donde debería
existir un ojo.
Así nos vamos
o así nos quedamos
Lo cierto es que estamos
incluidos sin quererlo,
en medio de la ceguera, que,
Ojo
no es sólo nuestra.
Santa Rosa es un burdel
a punto de cerrar sus puertas.
ya no quedan anfitriones
y las putas duermen
junto a teléfonos públicos
que bien podrían ser
urinarios o capillas ardientes
donde velan a los muertos
después de sus cosechas abstractas,
sus esplendidas despedidas
con cuecas, pebre y maricones
de moños afilados.
y no me sorprende,
no me desquicia verme
y verlos, porque
qué duda cabe,
somos lo mismo y en la misma acera,
la pútrida, la reventada, la pisoteada
como si fuera una trinchera incinerándonos
a medida que pasa el tiempo.
Un tiempo que a la vez es un juego de alquimia
y una apuesta con el diablo.
nada más serio y nada más baladí.
Nada más correcto y nada más estúpido
mientras el sol va emergiendo
como el ojo sano
-y sí es de vidrio, qué importa-
que nos ve pasar
y luego nos ve quedarnos
como figuras de yeso
que estornudan por un roce,
uno nada más,
entre mi hombro con el de él,
mi brazo con el de ella,
mi cuello con su puño.
Y así me voy sintiendo el último hombre de la tierra,
el último que respira su cal
O su vapor
O su respiración.
porque entendámonos,
cuando no hay nada más,
cuando todo se ha desbarrancado
por la pendiente de los trescientos sesenta grados
bajo cero,
es que ha llegado la hora
de despedirse o en el mejor de los casos
dar el último suspiro.
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