martes, 6 de mayo de 2008

La oportunidad.



"Buenos sitios donde den trabajo no los hay, amigo... Malos, sí, de sobra... Yo dentro de un mes y cuatro dúas cumpliré los sesenta y cinco, y he trabajado desde que tenía cinco años, creo, y aún no he encontrado un buen empleo" John Dos Passos


Sobre cómo llego allí, sobre cómo apareció entre los mesones, las sillas desvencijadas y apunto de coronar una catástrofe, es por excelencia, el misterio. Lo demás, los niños, las patrullas deambulando como carros fúnebres, los evaluadores derrotados y los fantasmas a la vuelta de cada esquina, son la claridad.
Nadie supo de dónde venía y de alguna forma él mismo ni siquiera sabía hacía donde iba. Sólo apareció y lo hizo con la inocencia típica de los desprevenidos.

Era una comuna limítrofe. Pedro Aguirre Cerda, Cerrillos o dada la orientación del viento, Peñalolen, pero no, no era ninguna de esas comunas, no al menos en los términos que la orientación o esa brújula innata que los hombres desarrollan después de perderse un centenar de veces, dicta. Si lo eran, si esas comunas efectivamente determinaban el lugar al que él, sin saber llegó, lo eran sólo nominalmente. Categorías superpuestas, asimiladas por arte poético, por analogías bastardas fundamentadas en paisajes amarillos y grises, con casas moldeadas por tablas disímiles, latones oxidados y pizarreños invirtiendo el orden de las cosas. El techo en los muros, los muros en el suelo, el suelo y la tierra en el cielo.

Cuando nuestro personaje abrió los ojos, se encontró en un gimnasio, un galpón anémico repleto de mesones, bancas y sillas. Luego vio entrar a un hombre vestido con un traje formal, pero horriblemente combinado. Pantalón verde oscuro, camisa blanca con cuadros verdes y un vestón azul. La corbata tenía dibujada formas abstractas que a él le parecieron espermios o piriguines congelados. Nuestro personaje pensó en saludarlo, pero al ver que el hombre de traje se dirigía en línea recta, como un sonámbulo al comienzo del galpón, cambio de idea. Entonces vio entrar a una tropa de jóvenes. Parecían vestir de escolares, pero el hibrido de los pantalones grises y la camisa blanca, contrastaba con los polerones rojos, blancos y los gorros roidos por su transpiración y garabatos a lapicera en los costados.

El hombre que ingresó al comienzo dijo ser profesor y empezó la clase. Nadie escuchaba. Todos hablaban. Unos lanzaban papeles, otros rayaban las sillas. Las mujeres retocaban sus cejas y miraban sus rostros en diminutos espejos con bordes ovalados de plástico. Ese era el escenario para cuando entró el segundo hombre vestido con traje, quien a diferencia del primero, se paró al fondo del galpón y miro fijamente al primero. No pasaron más de diez minutos y el primer hombre dijo que no podía más, que estaba cansado y que renunciaba.
Muy bien, dijo el segundo hombre, y mirando a nuestro personaje, le pregunto si podía hacerse cargo él de la situación. Él dijo “claro”. Y les habló de José Joaquín Pérez y de Chile y de las guerras y de los hombres y de la infamia. Pero todos seguían en lo suyo, incluso el segundo hombre que ahora depositaba su mirada en nuestro personaje.

Un joven dijo que no se esforzara, que ninguno de ellos obedecería, pero nuestro personaje se acercó y le dijo algo al oído, y cuando volvía al comienzo de ese gimnasio de raras proporciones, el joven a quien habló, se acercó a un grupo de ocho jóvenes, entre ellos, tres mujeres, y les dijo algo entre murmullos, que parecían contener un agravio o probablemente una duda potencialmente ridícula. Cuando terminó de hablar con sus compañeros, ellos estaban en silencio y nuestro personaje hablaba de La Guerra contra la confederación Perú-Boliviana.

La tonalidad del gimnasio era oscura. Se notaba a simple vista la humedad en las murallas, signo irrefutable de que por ellas pasan cañerías antiquísimas. Habían rayas que parecían condenar al lugar al epígrafe de algún archivo penitenciario o por lo menos, a necesidades básicas sin cumplir. Los rincones eran urinarios y el olor a mierda se escamoteaba entre los perfumes baratos de las mujeres y la fetidez del sudor congelado en la lana y el algodón.

Eran doce los niños en silencio, doce los cuadernos abiertos, veinticuatro los ojos mirando a nuestro personaje, doce las cabezas gachas en signo de aprobación y arrepentimiento, el resto, los más de cincuenta jóvenes que colmaban el galpón y amenazaban con voltear alguna mesa en cualquier momento, seguían como siempre, cumpliendo su rol histórico, su función ingrata, concedida no por un arranque de voluntad o rebeldía, sino por esa forma tan curiosa con la que trabaja el azar. La súbita emergencia de los hombres al patíbulo; la de ellos claro, la de los jóvenes, pero también la del primer y segundo hombre, y cómo no, la de nuestro personaje que a ojos del segundo hombre, reprueba igual que el primero y dimitirá, en un par de días, del mismo modo que el primero.

Cuando nuestro personaje salió de aquel lugar, siendo aceptado por el segundo hombre, vio pasar a una patrulla y se encontró con un asalto a una panadería. Quienes apuntaban a los dueños del negocio, le gritaron que pasara, que el asunto no era con él. Entonces pasó por el costado sin importarle los dueños, ni la seguridad de los que estaban adentro. Caminó en línea recta, mirando de vez en cuando hacía atrás, y le pareció ver que no era él quien desaparecía, sino que como en un barco en movimiento, las calles, los edificios, las casas e incluso los cerros, se deslizaban lentamente. No soy yo quien se va insistió, tarareando una canción que desconocía, tal vez una estrofa y un ritmo inventado por él y vio salir de una casa, a ese joven a quien habló mientras intentaba describir a José Joaquín Pérez, minutos atrás. Lo vio mirándole de frente, y un gesto brusco con la cabeza. El saludo de dos desconocidos que acaban de conocerse. Luego un chasquido y un aroma a naftalina.

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