lunes, 12 de mayo de 2008

A.-

Yo aprendí a nadar. El golpeteo de las olas, esa tronadura perfecta, redonda como la explosión de una bomba en el fondo del mar, me dio la clave. Me refiero a una contraseña, un santo y seña de hierro, invaluable e inviolable. Y las olas venían una tras otra. Héctor gritaba “maremoto”, otros como Francisco, como Enzo, escandían diámetros, equiparaban curvaturas, otros como Carlos desarrollaban sorprendentes ejercicios de ingeniería y soportaban estoicos el flujo de las olas. Yo rodaba, la arena raspaba mis codos y la fuerza del agua me devolvía una vez más. Otro ciclo más, como si el giro desprovisto de ángulo y eje no fuera suficiente para orientarme en esa vía láctea salobre.

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