jueves, 10 de abril de 2008

Paseo Bulnes (Fragmento)

La pintura llevaba por nombre “Hércules mata las aves de Estinfalo” y fue realizada por Alberto Durero. En la obra se ve a Hércules apuntando a las aves de Estinfalo, con más fiereza que destreza, esto, por la dirección de su arco que producto de los precarios avances en materia de perspectiva tal vez, lo situaban en un ángulo complejo, como si Hercules no estuviera flechando aves, sino a Estinfalo en persona, un Estinfalo oculto tras los escarpados montes lacedemonios. Lo destacable es que Hercules parecía más bien un prototipo de atleta recién iniciado, un hombre joven y sin mayor fuerza que la de la voluntad. Era alto, tan alto como el tipo germánico hiperboreo, pero con un rostro de italiano insalvable. Además en una primera vista parecería que su pelo era corto, pero luego aparece un montón de pelos desparramados hacia su espalda lo que da la impresión de que Durero pensó muchísimo en el carácter de Hércules. Primero lo imaginó con un corte de pelo artificial, uno de esos estilizados peinados helenos que permiten la estética del gladiador laureado, sin más miramientos que el de la belleza y la gloria. Sin embargo Durero como sabemos no era griego y menos un helenista acérrimo. No perteneció a la generación de Schiller, Fitche, Schelling, etc. No cubrió sus ojos con el velo de retórica griega tan frecuente en los alemanes. Por el contrario, Durero era un sajón y de los bárbaros, por lo tanto, no podía permitirse un lujo excéntrico como ese. Era inaceptable para su pincel, ilustrar a Hércules como un sodomita olímpico. Nuestro pintor alemán es lo que puede considerarse como un empirista, o un artista tentado por el naturalismo, lo que además de proferirle un cariz de reproductor del mundo como lo fue Da Vinci, imponía en él una extraña fijación en el mundo según el carácter y el carácter germano era indiscutido. Lo supo Lutero que antes de ser un reformista era católico, y no lo iba a saber Durero que antes de pintor era hijo de orfebre. Dicho de otro modo, Durero no daba concesiones. Para él existían dos razas; los germanos y los salvajes. Pero ese ya es otro cuento. Lo que interesa aquí, es que Durero –imagino- absorto frente a su tela miró durante un par de horas a Hercules. Lo vio con el pelo corto, con esa cara de siciliano curtido por las invasiones, y motejó su error como quien cauteriza una herida autoproferida. El problema es que se nota su duda. Se nota tanto como el añadido de la perfección del Dios cartesiano o cómo las obras póstumas de los autores sobre editados, tanto cómo las segundas partes de películas notables. De esto se resuelve que los pájaros de Estinfalo pasan a segundo plano del mismo modo que Estinfalo aparece como una sombra dentro de otra sombra que es el paisaje trémulo de una Lacedemonia urbanizada, pintada como si se tratase de Brujas, Ypres o alguna ciudad flamenca sitiada por los ejércitos de Carlos V. Ese es, de cualquier forma, el vicio de todos los pintores renacentistas. Lo imaginaron todo como el presente.

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