lunes, 26 de febrero de 2007

La Camanchaca

El olor era siempre el mismo a eso de las seis de la tarde. La industria que fabricaba la harina de pescado, empantanaba toda la ciudad con un aroma desagradable. Olor a pescado obviamente, y era tan fuerte, que parecía que allá abajo había un Jesús multiplicándolo todo.
La industria se llamaba Camanchaca y sus trabajadores no eran más de ciento cincuenta. Era una de esas típicas industrias sobrevivientes de las importaciones y la modernización del ochenta. Pasillos oxidados, húmedos, luces titilando y restos de cajas del año pasado, o el antepasado. Todo sabía a antiguedad.

Como en un museo, los trabajadores se sabían medio muertos. Cuidando con su vida la existencia de un cadáver, porque al fin y al cabo, esa existencia, la del jarrón de los 5.000 a.C, la momia del Atacama o la espada del último sobreviviente de la guerra del pacífico, eran la carta de existencia, de otros que sí estaban vivos. Cuidaban muertos y esa era su vida.
Sin embargo, un 20 de noviembre, en medio de una rara lluvia de primavera, el dueño de la Industria, el Señor Gustavo Araya, decidió cerrar. Según él, los costos de producción eran más altos que las ganancias. Se asesoró por un ingeniero y una vez que reunió a los trabajadores les tiró el cuento de la rentabilidad, a través de un gráfico en una improvisada pizarra. Como nunca, fue una de las personas más amables en toda la industria.

Y así cerró la Camanchaca. A las seis de la tarde ya no había que aguantar el olor a pescado viviendo en el aire. De pronto, pocos pudieron decir que ya no había mucho que aguantar.

Ahora quedan sólo dos de los más de diez de mis amigos de aquella época. Como era lógico, todos tuvieron que probar suerte en la ciudad. Unos, se hicieron conductores de buses, otros atienden negocios de los más increíbles rubros, y uno de ellos, el Loco Saavedra, se metió a la universidad. Según él, era la única forma de escapar del provincialismo de este país. Aunque para ser sincero, nadie sabe cómo lo hizo, cómo se salvo, cómo logró escapar. Pero bueno, ahí está el loco Saavedra metido en la Sociología.
El Loco fue inquieto desde chico. Ya cuando jugábamos a la pelota en esa cancha que cortaba el Cerro Azul, salía con una cantidad de los más estrafalarios disparates.
Un día llegó con una avioneta pintada en rojo y negro, y dijo que el diablo había sido un ángel que jamás dejó de tener algo de bondad. Y bueno, quería demostrarnos que su diablo aun volaba.
Obviamente, nada de seriedad en nosotros. Nos largamos a reír e incluso el cojo Peña, que ahora vende diarios en un local de 4 metros cuadrados en pleno centro, trato de demostrar que lo único que volaba era la pelota que reventaría el avión. Por suerte lo detuvimos, aunque luego admitimos que hubiese sido más digna una muerte de esa forma, para la avioneta del Loco.
Pero estaba empecinado y sus ojos tras sus lentes, brillaban como en éxtasis. Así que lo echó a volar.
Estábamos atentos, mirando cada uno de los movimientos que hacía el loco, para darle vuelo a su diablo. Veíamos su cara, su confianza de piedra en cada uno de sus músculos. Pero yo centraba cada vez más, la atención sobre el diablo. Miraba sus colores, la extraña simbología que empleó para amononarlo.
Eran letras, pero no pertenecían a nuestro abecedario. Habían demasiadas lineas horizontales, todo lo contrario para nuestras letras. Largas, poco agraciadas y de una estilización ridícula. Quizás un espejo de occidente.
Las de el Diablo eran obtusas. Había que utilizar ambos ojos para abarcarlas y entonces se comprendía que era esa la idea del loco. Él necesitaba todos nuestro sentidos en el diablo y no en él.
Todos cayeron en esa trampa y creo haber sido el único que vio el momento exacto en que sacaba esa pistola negra, con un desgaste evidente. Entonces pasó.
El diablo se elevó un par de metros, y nada que decir, simplemente era uno de esos cohetes de papel, hecho con un cartón delgado, y cuidadosamente pintado con oleo negro. Los espacios rojos, no fueron pintados con pintura ni nada parecido. Eso determinaron los peritos policiales.
El loco dio dos disparos y fue bastante certero. Uno en la pierna del rucio Araya, y otro en medio del pecho. El rucio no alcanzó a decir nada, y además de los dos disparos y los gritos de quienes arrancabamos, se escuchó la voz del loco diciendo : "huevoncito, tu papá no tenía porque cerrar la fábrica" .




1 comentario:

Paty dijo...

amor, te quedó hermoso el log
pero ahora no tienes perfil.. y ya no se ve tu ojitoo
:S

haz de tu espacio-blog lo más agradable para poner pedacitos de ti... como tus cuentos
y ojalá alcance para poner trocitos de mi también ah!
si si