jueves, 8 de febrero de 2007

Cambio de estación

Bernardo levantó la carta que tenía a su derecha. A medida que la iba elevando, aparecían soles y metales gastados por lo vetusto del cartón. Por mientras el tahur lo miraba sonriendo.
Había algo de misterio, quizás un poco de reconciliación con lo místico en una persona que como Bernardo, nada agradecía a la astrología y menos, a la numerología. Científico y con dotes de matemático enreverado en cálculos propios de un pitagórico obsesionado con las medidas de todo, carta a carta, mirada a mirada, iba descubriendose. Des-negando todo lo que alguna vez escondió, sólo porque él era en ese momento, un pedazo de lo más antiguo del hombre. Tenía fe, creía, veía y oía figuras zoomórficas. Sentía a extraños hombres danzando alrededor de él y el tahur. Hombres negros de cabezas afiladas; Dogones y el Niger cruzando sus pies "nuevamente", nueva-mente, cómo si él alguna vez hubiese estado allí o tal vez en el Kilimanyaro junto a Hemingway. Y sí, quizás ese momento existió. El siglo XII cuando Africa occidental temblaba por guerras dinasticas, los árabes del siglo VII en el este, los judios que desde el Zeng volvían a traer al Rey Salomón para encontrar a una nueva reina de Saba, pero también buscando las minas del Sahara o las del Kalahari.


Bernardo se sentía como en medio del origen, aun cuando el orígen ni siquiera había comenzado. Había que reencontralo, sí! eso era, había que destapar y desempolvar un comienzo que fue pisoteado por ese científico que era Bernardo. El billete, el oro, la moneda de cambio de toda una civilización, había sido ocultada y retirada una vez que todos descuidaron su mirada. En su lugar, en el puesto del valor real, se puso un metal forjado con un fuego robado. Bernardo supo que su ciencia era robada, cuando la magia le hizo sentir estúpido y luego a gusto con lo que rechazó.
Bernardo giró... ya no era Bach, era Abu I Hasan Ali Ibn Nafi, era el tala y el raga, ya no era rock, era el jazz y los sonidos de africa palpitando con la clave cubana. No era Atenea, era Amenofis, no era un Rey, era un servidor cubierto de los más extravagantes lujos, pero también de las más terribles penas. No era Dios, sino miles de ellos. No era una vida la que estaba viendo Bernardo en su carta, era muchos soles castrados, eunucos que exigían una nueva vida, porque al fin y al cabo, Bernardo era todo eso que su época quizo castrar.

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