lunes, 8 de marzo de 2010

Hipocentro


En tres tristes tiempos, tuve la sensación de flotar, medio despierto y medio descordado, entre los ecos del último gran terremoto de nuestro ya terremoteado país. Leí en un pequeño diario-pasquín capitalino gratuito, que el rasgo psicológico más constante en casos como estos (sentimiento de estar dentro de una película apocalíptica o en la bajada ancestral al hipocentro del destierro) es el de sentir que a cada rato la tierra se mueve y sí, efectivamente, viviéndolo a la inversa –como flashback de director de cine mexicano en picada de mescal- anoche, mientras por los vacios de mi ventana inexistente entraba un viento espantoso que movía y hacía sonar la puerta de mi pieza, creí que -a eso de por sí desagradable y perturbador- se le sumaba el ínterin maniático de esta esquizofrenia o parquinson terrícola. Me acordé de cuando era niño y dormitaba en una pieza de madera que crujía a cada rato, según me explicaba mi papá, por el tema de las contracciones frio y calor, todo en plan gelifracción y balbuceos físico-químico-cuánticos, y que visto a la distancia, pierden razón cuando el asunto se resuelve en la oscuridad y con una imaginación precedida por los más diversos comics y películas yankees. Anoche surgió lo mismo. Miré la tele y luego mi lámpara, y todo estaba quieto. Imaginé que afuera los perros corrían en círculos y en alguna esquina asomaba el rostro de un hombre con facciones de ave de rapiña, y escondido entre los postes a medio caer, husmeaba entre ventanales y puertas mal cerradas. Una historia absurda. Un lapsus despreciable que sin embargo, me tuvo medio desvelado. Pensé en la escena de una película británica donde un enano que interpretaba a un bufón moría baleado en una calle de Brujas. Pensé en los colores, en el brillo horroroso del agua sobre los adoquines y en las ánforas monumentales bajo el alero de las catedrales godas. Tuve la sensación de pánico y ansiedad, ese estado pétreo que cala en la piel y llama a las arañas imaginarias que lo cubren todo. Bretón cargaba un saco de papas en el centro de Santiago, cruzaba callejuelas insalubres y hablaba de sus sueños con otro que como él, había escrito en los roneos de las Ardenas antes de que todo se viniera abajo. Bretón y su estela mental de vuelta en la pesadilla que ha sido el Chile baleado y zarandeado como el enano de la calle belga, como la prostituta que Joseph Roth ve en las calles de Alemania y que de pronto, entiende como la muerte. Un texto negro que se pone de pie y camina. Los brazos, la cabeza llena de culebras (no las serpientes griegas, sino solo las ridículas culebras de un campo en San Fernando) y el espesor propio del abobe que germina en puntos inconexos al borde de una cama y un ronquido que cuelgan hacia el abismo.

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