viernes, 4 de enero de 2008

4 de enero


Hoy es cuatro de enero. Está de cumpleaños mi madre y comienza, poco a poco, otro año par.

Mis años “pares” nunca han sido buenos. Desde que tengo memoria. Desde que me ubico en el dos mil dos, a puertas de dejar el colegio, mi vida se apaga y se trastoca por conformismos patéticos. Unos cuatrocientos noventa puntos en la prueba de matemáticas, y todo el resto, que para mi pésima educación, era bueno, se desmorona. Caigo en una universidad privada. Durante el dos mil cuatro los malos momentos se van amontonando como en una hilera de viejos en las puertas del purgatorio. La muerte de mi abuelo, mi primera gran decepción sentimental, mis primeros deseos sinceros de borrarme del mapa, mis primeras grandes borracheras, mis primeros juegos alucinatorios. El dos mil seis es un punto aparte. Un punto aparte teñido de sangre como un baño bizantino. La muerte de mi abuelita, la depresión no superada de mi madre, el paro cardio respiratorio de mi padre, mis crisis de pánico, mi alegría explosiva y su inevitable corolario contraindicatorio: la tristeza.

Hoy es dos mil ocho.

No obstante, no creo en los ciclos astrales. Ni en el calendario chino, ni en el occidental y menos en las nociones supersticiosas, frecuentes en estos casos. Por descontado, una supuesta fe en el quiebre ficticio entre un año un año x y uno z. Desde que sigo tropezando y sigo aguantando esos tropiezos, las ‘vueltas de la vida’ son mejor dicho, ondulaciones de la vida. Son como olas, o como llamas, o como el brazo de un herido a bala al momento de caer al suelo. En cámara lenta; veo la bala en cámara lenta y el brazo aun más prolongado, destilando una leve nostalgia, un pequeño sopor crispado, como si en medio de un sueño, me despertase una araña de rincón frente a mi ojo y perplejo, decidiera no sólo quedarme quieto, sino además, seguir durmiendo. En resumen, no creo en vueltas y ni segundas oportunidades, porque cuando caes abatido una vez, pensar aun tangencialmente, en una segunda oportunidad, resulta más bien en admitir que se ha caído, en mirarse desde el suelo, pero desde el mismo suelo, como si nuestros ojos fueran parte del asfalto o del grano molido. Y yo, cuando caigo, sigo adelante, pero sin un brazo, sin una pierna, sin una oreja. Sigo como un testigo abyecto de mis errores. Los absorbo y los tomo como lo que son: los errores y dolores de mi vida. Una vida para nada mala.

Hoy, mi madre está de cumpleaños. Decidimos salir a comer. Entramos en un lugar de aspecto más arribista, que de buen gusto. Nos sentamos y nos trajeron la carta. Mi padre comenzó a mirarla y mientras pasaba y pasaba las páginas, nuestro veredicto, era inconcientemente el mismo. No sabíamos a que sabían esas comidas. Esas salsas, esos nombres afrancesados, italianos, esos apelativos de cheff mediático. ¿Qué piden? Preguntó el garzón. Mi hermana entonces responde que necesitamos más tiempo. ¿Y qué pedíamos? Fue lo que sin duda, cuestionamos con la mirada. Nada. Esa carta extrañísima, no era para nosotros. No por lo menos, para una familia humilde o para que no suene a consuelo de empresario o panelista de noticiario: no para una familia pobre.

Soy de una familia pobre. Mi padre que es un trabajador de largo aliento, de manos curtidas por los metales y las grasas, y mi madre una dueña de casa que por cuidar de nosotros dejó su amada fotografía. Ella, una dueña de casa absoluta, una mujer ejemplar con dones admirables. Con su firmeza y obstinación frente a los asuntos eternamente problemáticos, deja caer como si de un vaso de metal se tratase, una gota dulce y añosa de cariño. Ellos, mis padres, jamás han comido extravagancias en un lugar caro. El sueldo se destina a asuntos más pedestres. A la leche de todos los días, a los pagos de la educación, a un tipo de austeridad sagrada e indefinible. La misma que nos mantenía tan contentos comiendo pollo con papas en ‘los pollitos dicen’ o compartiendo el caramelo de nueces que mi padre hacía cuando llegaba de su trabajo, la misma que en un momento me marginó de una juventud repleta de marcas, de salidas a lugares de moda, a una billetera con mesada, a un conocimiento cabal y amplio de los tópicos habituales para la clase media de Shopings o vacaciones en la casa de la playa. Esa es mi vida. Esa es mi historia. Sin construcciones abstractas en base a un más abstracto IPC o en el progreso habitual desde la perspectiva del PIB, en un trabajador como mi padre. Se trata de una esperanza perdida día a día.

Pero de una conciencia ganada día a día.

Si cierro los ojos y los abro, si ejercito mis pupilas al ritmo de los pasos de la gente, en esta, la mesa de un local de comida rápida en medio del fin del mundo, veo fosfenos, luces apagándose entre tanta luz. Veo la rapidez del movimiento de los ojos al dormir. Como en esas nubes que pasan a velocidades sobrecogedoras sobre los edificios de Santiago y que al mismo tiempo, son producto de un botón en un determinado equipo de televisión o cine, y a la vez de la comprensión del tiempo que nuestra pobre memoria realiza. Ahora veo mi mano tomando un vaso de cerveza y sus burbujas son toda esa gente, todo ese tiempo y toda mi alegre historia, subiendo hasta desaparecer en el aire, como un fenómeno contrario a la existencia del fuego; como un aviso sencillo y eficaz a las leyes de gravedad. Todo lo que sube tiene que caer, o en determinadas condiciones, desaparecer.

Acostumbrado a que me pregunten que pienso, cuando callo, me cuesta reconocer que la respuesta ya no es ‘nada’, cuando en realidad siempre pienso algo. Estupideces generalmente, pero que quede constancia que nadie ha dicho que los pensamientos sean brillantes. Pienso en chinos invadiendo en Polo Sur, pulgas convirtiéndose en soldados de Estados unidos, perros hablando y contando historias en un bar frente a una catedral, asuntos en suma que conviene ocultar y apelar en cambio, a la cordura, que en este caso o en tantos otros es el símil de la nada. No, no pienso nada, de verdad.

Desde esa costumbre exquisita, extraño la voz de la pregunta que si hoy, cuatro de enero me interrogase sobre lo que pienso, de seguro, tendría que escuchar en primer lugar la historia de mis años pares, la historia de mi familia, y la historia que no tiene segundas oportunidades, porque las fotografías quedan para siempre en tonos que en dudosas circunstancias, la memoria puede revivir. Y yo miro y miro fotografías del dos mil siete y del dos mil ocho y aun no encuentro el quiebre.

Este cuatro de enero, a pesar de una ondulación indeseada, sigue siendo de todas formas, mejor que el cuatro de enero de ese año impar pasado. Lo que indica que todo sigue el curso que debería seguir.

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