Estoy en el mismo punto infernal,
no en un lugar, no en un sitio repleto de minas antipersonales ni bajo una
cascada de mercurio ardiendo. Estoy literalmente en el mismo punto, entre una frase
que dije y me avergüenzo, y otra que quiero decir y no me sale. No es una coma,
ni dos puntos que abren el texto con una expectativa temeraria, se trata más bien de un punto final que es en realidad un punto
inicial o un guión suspendido en la nada. A eso le llamo, sin pensarlo dos
veces, el horror.
domingo, 28 de octubre de 2012
sábado, 27 de octubre de 2012
El cielo sobre Renoir
Las nubes son un montón de
pelotas de humo. Me pregunto de dónde vienen porque desde aquí las veo salir de
todas partes. Fumo el humo y aspiro nubes. Cuando amanezca pienso, todo será
como un algodón en flor, una masa blanca y homogénea que acabará con todo. El cielo es pesado y temo a que caiga y
me aplaste. Temo a que de él surja una mano invisible y se me ponga encima tal
como ocurre en la trama de César Aira. De pronto se ve un monstruo cabalgando
el cerro, arrasa con todo y viene hacia mi, pero lo espero tranquilo. ¿Qué fue
lo primero que supe del cielo? Que era azul, tanto o más que mis ojos de
mentira. ¿Qué fue lo segundo qué supe? Que
era inmenso más que mis sueños o los de todos, más que toda una bandada de aves
quebrando sus puntos de fuga. ¿Qué fue lo tercero qué supe? Qué se podía
inventar, no solo inventarlo a él en sus óleos acuosos, sino a los que ahí
viven. Creo que algún momento hablé de Dios o de un desfile de hombres que no
eran hombres y mujeres que no eran mujeres. Lo cuarto que supe en realidad lo
supuse. Vi en las orlas que dejaban las nubes, dibujos, palabras, frases que
escribían fábulas donde el personaje principal era el infinito. Escuché al
infinito hablar, no con palabras y tampoco con gestos, lo escuché con ese
mutismo automático que se provoca cuando solo se puede hablar del clima o del
tiempo. Ahí llené cada espacio con otro silencio, un poco para desatar la
complicidad y otro poco para llenar el vacío más tarde cuando la libertad sea
como esas nubes que se arman y luego siguen su rumbo hasta que otros las desarmen.
Así, hasta el infinito.
lunes, 22 de octubre de 2012
Los naufragios de Rodas.
"La cabeza es como el cielo.
Siempre dando vueltas y vueltas dentro.
Pero muy despacio.
Cuando piensas va más rápido. Entonces, duele."
Paul Bowles
Nada más quisiera retomar lo que
mis ancestros dejaron en la playa de Rodas. Medirme pulgada por pulgada con las
piernas que encapotan el cielo mientras los barcos se desvanecen en una tierra
que cada día me parece más redonda. He viajado tanto. Lo hice con
carga y también junto a una soledad llena de estrellas. Entonces debo confesar:
de esas dos secuencias mudas me he
quedado solo con voces en miniatura, un
fraseo quieto como la brisa que cubre el Egeo cuando la guerra acaba con las
bibliotecas que futuros hombres contarán con especial nostalgia. Y es evidente
que no soy de este tiempo. El ciprés con el que están fabricadas estas
embarcaciones yace podrido bajo el mar ardiente de las pesadillas a media
noche. Mi intención es modesta y algo exagerada. Simplemente quiero ir y venir,
tocar el agua que tus ojos han visto de lejos, recorrer los callejones que han
sembrado tus pies, oír las melodías que la flauta macera en las ánforas
subterráneas. El hombre con la esperanza puesta en el oro, el metal de los
viajeros que depositan sin alardes. Quisiera volver a nacer pero no ahora,
insisto, volver a nacer en la playa de Rodas, ese lugar de mentira que han
ilustrado con esculturas y palacios de mentira. Solo para inventar otra
mentira, allí quiero llegar. ¿Qué inventaría? Pues a ti. Como la poesía de
Becker que leí de niño, los ojos verdes de una mujer que pregunta qué es poesía
y la respuesta afirmativa que dice: poesía eres tú. Pero fíjate que este
Santiago es más bien mezquino y ni siquiera sus nubes acrílicas pueden recrear las
costas que escupen a hombres y mujeres hechos de piedra. La razón, no la
verdad, no la realidad y menos las orlas doradas de los sueños, es en esta
ciudad una piedra dura de roer. De ese modo –y no sin sentir que me convierto
en un extranjero, un paria perdido en las palabras de amanecidas- prefiero
dejar mi bolso en el suelo, sentarme en cualquier sitio y tomarme la cabeza con
ambas manos para retroceder miles de años. He consultado libros, he pasado
tardes en la Biblioteca Nacional empecinado en hallar las claves a un acertijo
que cuaja en fechas, nombres y lugares que no son de ésta época. Cómo
explicarte que se trata de huellas que escritas o no, representan lo que fuimos
en vidas que no alcanzamos a recordar. Pienso en el eterno retorno y sonrío. Busco a mi doble en el siglo III a.C,
pero lamentablemente los personajes anónimos son siempre un accidente en la
historia. Entonces te busco a ti. Sé que tu luz no tiene tu edad y probablemente
en los sueños de filósofos y anacoretas, está la explicación a esto que
denomino (por darle un nombre) ausencia de ti. Hasan Al-Basri, Demócrito de
Abdera y el romántico Empédocles deben haber soñado con las siluetas de tu luz.
Porque no estás aquí y ese es un
accidente temible, un naufragio pienso, una posibilidad que cabe en la
perfección del Dios de los cristianos y de los musulmanes por igual. Es por
eso, por este afán de viajero del tiempo y de lugares que solo puedo imaginar
con una precisión vana, que me urge volver a la playa de Rodas para ver si allí
encuentro tus huellas.
domingo, 21 de octubre de 2012
Caravanas
Un hombre
se propone la tarea de dibujar el mundo.
A lo largo de los años puebla un
espacio con imágenes de provincias,
de reinos, de montañas, de bahías, de
naves, de islas, de peces,
de habitaciones, de instrumentos, de astros,
de
caballos y de personas. Poco antes de morir,
descubre que ese paciente
laberinto de líneas
traza la imagen de su cara. Jorge Luis Borges.
Cada día llegaba una carta y era esa relación
epistolar, la que tenía a Abu Simel en la quiebra. Sus caravanas que hace medio
siglo recorrían el Magreb y el Sahara con tesón de hordas guerreras, palidecían
bajo el sol de junio. Muchas veces fueron los camellos su comida y sus vísceras
la única salvación bajo un sol que era todo el cielo.
Los mensajes eran trasladados por un viejo
amigo, un mercader mozárabe que soportó largamente las persecuciones –infundadas
por cierto- de Felipe II en su delirio contra los judíos. Alí Ben Samir era el nombre que le dio su padre Alí Atef Samir
en la noche del 831 después de la hégira cuando dos esbirros de Carlos V Ingresaron por el zaguán de su hogar
y mataron a su mujer.
Samir sabía lo que valía el amor de una
mujer. Conocía las aventuras de Roger de
Flor durante la primera Cruzada y de esas historias sacaba conclusiones que le abrían
el cielo. Los astros que sus antepasados de Calcedonia miraron como la clave
para entender la vida y la muerte, se reflejaban en sus febriles iluminaciones
sobre las mujeres a quienes comparaba con cada estrella. Eso fue lo que le dijo
a Abu Simel cuando éste le mencionó a Calista y le hablo como si las entrañas
se le salieran por la boca, unas entrañas que él definía como mariposas
sobrevivientes de los jardines colgantes de Babilonia, mariposas que cruzaban
el Mar Negro e iluminaban el color de sus aguas.
Al principio fue complicado. Alí debía sortear
diversos obstáculos, las puertas del Califato por ejemplo que se cerraban con
especial cuidado desde que Isabel y Fernando cruzaran los bastiones de Granada
y descuartizaran a miles de musulmanes bajo el tibio calor de la cruz. Los
soldados de Carlos V y luego los de Felipe II eran implacables con los hombres
de rostro curtido por el sol de medio oriente. Desconfiaban de sus barbas, sus
costumbres, sus atuendos blancos y sus procesiones hacia una Meca a la que
nunca llegaban pues el inmenso Mediterráneo hundía sus barcos en las costas de
Cártago o en las apestosas rocas de Biblos. Pero lo intentaba cada día. Cada
mensaje llevado a destino le devolvía el amor que su padre profesaba a su
madre. Generalmente era la noche su única aliada y claro, Adham, su flaco
camello que ya contaba con más de veinte años.
Le sorprendía mirar a esa mujer de ojos grandes,
esa mujer que Abu definía como una rosa en el desierto, un oasis que se
desgranaba como pétalos o arabescos en las mezquitas de su tierra natal. La
oscuridad (una oscuridad absoluta y sincera como el centro de una guerra)
impedía ratos contemplar las pupilas de Calista
y desde entonces, procuró siempre contar con una antorcha para no perder de
vista a esos ojos que siempre negó frente a su amigo.
En qué consistían los mensajes: Básicamente se
trataba de poemas en un idioma que Ali no acababa de entender. No era el
castellano cristiano que compilara Alfonso el sabio ni tampoco el árabe
dromedario con el que contabilizaban las sedas de oriente. Era una rara mezcla
de un latín entreverado y ese castellano fatídico que escuchaba en las bocas de
los piqueteros isabelinos. Suponía que allí radicaba el secreto de su amigo.
Ella era una católica confesa y él un musulmán que paulatinamente se desvanecía
en los ojos de su dogma favorito: Calista
Abu prometía controlar todas las rutas en su
nombre, le habló de palacios que emergían desde el mar y torres tan altas que
los idiomas volvían a emparentarse. El negro abismo que contornea el espacio
que he trazado en tu nombre, le escribía a Calista, se hará cada vez más
pequeño y de ello me encargaré yo. Le hablaba de los navegantes genoveses y
portugueses que conocía y que eventualmente contrataría para descubrir un mundo
más grande que el visto por Ciro el Grande. Nada mi vida –sentenciaba casi siempre
en sus cartas- nos podrá separar una vez que estas viejas modorras religiosas
duerman al fin su sueño eterno.
Calista en tanto, respondía con breves apócrifos,
aforismos que buscaba en el Corán –profanando la dicha de su religión- solo
para llegar al corazón de su viejo Abu. Consideraba que en ello había una clave
que parpadeaba como la luz que dejaban los versos de Aberroes, el tranquilo
traductor de Aristóteles. A veces se sentaba a extrañarlo frente a los olivos
que maceraban sus criadas bajo un sol que calcinaba sus rostros. Pensaba en
cómo sería su vida con él. Un sueño que devela ese desierto que es también otro
sueño. Y eran esos espejismos los que se colaban en las faenas nocturnas. Las
libaciones de los cautivos, las danzas de sus criadas, el canto de los grillos
y el aroma de la tierra remojada en vino. No pensaba en abrir el mundo ni
recorrerlo como Abu y por descontado imaginar ampliar las fronteras de la
plataforma sagrada. Las tareas de dios, son de dios repetía. Solo quería una
vida apacible bajo los setos o mirar eso que algunos comenzaban a comentar: el
movimiento de la tierra sobre el sol. Le parecía una chifladura a todas luces,
sin embargo por poetizar, era capaz de creer que su dios era el tiempo y la distancia
que mediaba entre ella y Abu.
Pero las caravanas siguen derrumbándose sobre la
arena que todo lo oculta. Partían decenas y llegaban seis o siete hombres
exhaustos que al cabo de meses solo hablaban de monstruos de sal que carcomían sus
ojos. Qué lugar común era la locura. Qué habitual era toparse con los hombre de
Abu y escucharlos maldecir. Así poco a poco, fue labrando una reputación que lo
enclaustró en su palacete cordobés. Se encerraba noche y día a leer a los
sabios griegos, a descubrir en ellos el fuego, el agua y el aire del que estaba
compuesta la tierra. O Parménides o Heráclito o Anaximandro o el viejo Tales de
Mileto. Leía como si de ello dependiera su contacto con Calista (la rosa de sus
sueños, su oasis en el abstracto espesor de Aristóteles) y de cada palabra
extraía una formula incomprensible, un gesto en el papel, una hendidura que
rajaba de lado a lado las partículas que caian de su reloj de arena. A veces
cerraba los ojos y se imaginaba tomando un café turco junto a esos lejanos
maestros. Les hablaba (cómo no) de Calista y de su larga relación epistolar. Les
decía que cada punto, cada letra en el papel que ella confiaba a Ali, le parecía una contraseña en la búsqueda que
ellos (especialmente Parménides) comenzaron. No conozco sus jardines en la
esquiva Castilla, ni los olivos en flor que frecuentan las líneas de sus
mensajes, pero es como si estuviera ahí, decía. La realidad no es lo que se ve,
la realidad confesaba el viejo Abu, es lo que se dibuja en estas cartas. Son
estas profecías las que me llevarán a revivir a mis hombres tras la línea del
Mediterráneo, enderezar sus huesos, iluminar sus ojos, abrir sus bocas para que
la risa deje de ser un artefacto desvencijado. Solo la felicidad de imaginar
que la realidad que otros han construido en nombre de dios se desmorona, puede
ser mi propia dicha. Cuando eso ocurra, esté vivo o muerto, podré retomar junto
a los míos el camino que mi padre dejó inconcluso, salir de este claustro,
besar los labios de Calista, organizar las frecuencias de los sueños en su
melodía exacta. Que la serpiente abandone su jarra para bailar la noche que
tenemos pendiente.
Esa fue la última carta del viejo Abu. Ali nunca
pudo entregarla. Antes los turcos tomaron Castilla en una excursión suicida y
sorpresiva. Entraron a la casa de Calista y encontraron su cuerpo frío manchado
en tinta negra. No se sabe si fue un ataque al corazón o un suicidio bizantino.
Sin embargo la última opción se descarta, su fe no se lo hubiese permitido. Se
especula en cambio con la teoría escrita en los rollos de Tel-Amari. Sobre el
frio desierto se mueven espíritus que mueven el viento y ayudan a caravanas a
llegar. No importa a donde, pero a llegar.
sábado, 20 de octubre de 2012
Círculos
Al pasado; el único cadáver que no se descompone.
Estoy en el Paseo Ahumada, es
veinte de octubre pero por algún motivo no puedo señalar con exactitud el año.
Me siento en una banca frente a una cafetería, veo como entran y salen
hombrecillos de traje con un diario bajo el brazo. El día está medio nublado, a
ratos sale el sol pero la mayoría de las veces corre un viento que hiela los
huesos. Estoy quieto, tirado, como si hubiese corrido una maratón en la que
llegué último y sin aliento lo que implica que mi vista no es mucho mejor. Solo
veo los pasos de la gente, los enfoco mediante un close-up imaginario al que le dedico todo el tiempo del mundo. Veo
pasar zapatillas, botas, alpargatas, ruedas, patas de perro, y como no, un par
de muletas. Podría estar mirando los pasos pasar, todo el día. Me pongo los audífonos
y busco algo de música. Tengo música norteamericana, bossa nova, rock y por
supuesto jazz. No sé muy bien qué quiero escuchar y qué debo escuchar. Me
decido por Stan Getz y me obligo a cerrar los ojos para despertar un poco.
Sueño que veo pasos.
Siento que alguien sueña por mí.
Siento que no soy yo el portador de los movimientos, quien me está soñando toma
todas las decisiones incluyendo los pasos en falso. La espalda me pesa y tal
como si estuviera en medio de una novela de Joseph Roth, comienzo a ver el
mismo paseo Ahumada que soñaba en colores grises (ni siquiera blanco y
negro, ni siquiera aparece el brillo del blanco cuando el sol lo golpea de
frente). Este es el sueño más feo que puedo tener me digo, pero hasta las
palabras no me salen. Es la hora donde todo entra y luego, no encuentra salida.
Me voy llenando con palabras, lugares, frases (sobretodo frases) que viajan en círculos
dentro de mi sueño (que es el sueño que otro me obliga a soñar) y decididamente
busco refugio en otra noche, una de oscuridad y estrellas, una que en si misma se
asemeje a un cielo protector o al menos a la manta que nos cobija cuando aun no
empezamos a vivir.
Los círculos se traslapan al
vinilo que recorre las curvas del pentagrama. El sol da vueltas alrededor de la
tierra. El eje da vueltas alrededor de la tierra. Los párpados miran al ojo que
se abre momentáneamente solo para mirarte. Y en mi sueño también me escondo,
también impido que veas la tierra y el
agua que moldeo en las palabras. Siguen su marcha los pasos independientes del
sistema nervioso e irrumpen como salidos de otro sueño, un centenar de hombres
vestidos como zombies. Caminan como zombies y en sus ojos hay más muerte que en
los míos. Encuentro ocasionalmente el consuelo en esos ojos blancos. No soy el
único aquí pienso. Entre muertos podemos entendernos, de modo que le hablo a un
hombre que no parece tener ni más ni menos edad que yo (por un momento pienso
que soy yo ese zombie, un reflejo aun más palido en el mundo de los espejos) y
le pregunto de qué va esa fila interminable de zombies. Me dice que es una
marcha a favor de los zombies, un reconocimiento tácito de soberanía sobre el
mundo de los vivos. Me habla de Walking Dead, de Resident Evil, de Michael
Jackson y algo comienzo a entender. Grandes muertos le digo, pero el parece no
entender nada y sigue caminando con teatralidad desproporcionada.
Despierto. Toco el bolsillo de mi
chaqueta para comprobar que el dinero sigue allí. Todo está bien. El paseo
Ahumada sigue oliendo al vivo desierto que somos todos cuando nos sentamos a
solas. La cafetería no da a vasto, de un rato a otro a todos les dio por tomar
café, despertar claro, de eso se trata imagino. Me paro y voy hacia allá.
Pediré lo de siempre; un expreso grande y unas tostadas con palta. Ahora formo
parte de los pasos que vi hace un rato, quien fui me vería pasar y en tanto
entre a la cafetería, comenzaría a soñar. Como ferozmente. Las tostadas parecen
insípidas y la palta con toda certeza está mezclada con agua. Le digo al garzón
que es una estafa y una vergüenza, más lo primero que lo segundo aunque podría
ser más lo segundo que lo primero si yo me pusiera cabrón y empezara a
vociferar como los viejos abogados que frecuentan ese antro. Dice que me traerá
una paila con huevos para compensar y que solo tendré que pagar la diferencia.
Me parece un buen trato así que acepto.
El café sin azúcar sabe a neblina
y en mi boca queda esa sensación de trasnoche o amanecida que revuelve el
estómago, el ánimo decae nuevamente. Me
acuerdo de mis noches desde hace algún tiempo. Me acuerdo de su estructura
metálica, de los diamantes que presionan el cielo hacia abajo, de las cuerdas
que anclan su casco sobre mis sueños. Los días (los de sol y fotosíntesis) son
una mera excusa, un apéndice necesario para conjugar los verbos que viajan al
centro de la noche, así que prefiero hundir los ojos en el expreso que sostiene
mis noches. Los barcos infiltran su naufragio precipitándose a tierra firme. Y
los barcos son mis noches y tierra firme es ese otro planeta al cuál viajan
esas frágiles carabelas.
Pago. Salgo del lugar y veo a
cincuenta o sesenta hombres vestidos con harapos. Llevan las caras pintadas y
sangre artificial sobre sus ropas. Son zombies me digo. Distingo a Michael
Jackson y a un personaje de Walking Dead. Pero luego me veo tocando guitarra en
una banca frente a mi posición y al lado un personaje increíblemente parecido
al de la guitarra fumando con un libro en la mano. Me acerco pero parecen no
escucharme. Pienso instintivamente que son sueños o tal vez no, tal vez
coincidencias como las de siempre. Me voy, me voy de aquí digo entre dientes,
pero por alguna razón los zombies deciden seguirme y termino por escribir todo
esto con alguien tocándome el hombro. Cada vez que volteo ya no está.
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