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jueves, 20 de octubre de 2011

La Fuerza.

buk

La narrativa que se desprende del texto como un rio rabioso que arrastra y hunde todo tiene un nombre. Un nombre científico, de esa ciencia literaria que consume los manuales y atormenta al lector. Pero yo desconozco su nombre. Algún día si mal no recuerdo una colega lo menciono y al día siguiente como bien recuerdo, lo olvide.

Lo que interesa no obstante, no es saber que es la fuerza, porque ese ya es un asunto de física y solo el hecho de pensar en conceptualizar la fuerza bajo la retórica de la física, me quita la fuerza de la que quiero hablar. Es mejor referirse a quienes la portan.

¿Quiénes tienen fuerza? Los que te dejan pegados al libro. Bien, pero ¿Quiénes son ellos? Bukowski en primer lugar. Alguien que escribe a medio camino entre una botella de oporto y la mendicidad, y para variar con el estómago vacío, solo puede escupir fuerza. La fuerza que no tiene su cuerpo le sobra a sus palabras.
Luego esta John Fante, muy parecido a Bukowski (recomendado y descubierto incluso por este último) el italoamericano que sueña con ganarse la vida de escritor, el joven que se hace viejo escribiéndolo todo, desde sus arrebatadoras experiencias adolescentes, hasta los tristes desenlaces que en la narración se presentan con un humor que cala los huesos.

Ambos dos, Fante y Bukowski son los más poderosos, los panzers o los ninjas de la literatura norteamericana, los que te atraviesan con su espada o con una bala y luego siguen su camino incólumes. El listado podría proseguir con una escala de menor intensidad: Kerouac por su puesto, Ginsberg igualmente, pero ya aquí la cosa se desdibuja porque el par de yonquies pierde la fuerza cuando la droga los lleva a los mundos donde reina solamente lo dionisiaco. Allí empieza el camino fatal –y fetal- de la deconstrucción. Fante y Bukowski en cambio son más europeos, mas alemanes, más duros y consistentes y optan por la destrucción.

Están también personajes como Philip Roth, pujando con la fuerza que da la lucha de clases (extraña en el país de las donas), John Cheever y sus relatos cuya fuerza radica en la inteligencia, Kennedy O’toole y la literatura como última opción y salvación. Pero la fuerza del jedi, solo la tienen ellos: Fante y Bukowski

lunes, 29 de agosto de 2011

Lunes (en modo descriptivo)

cubo El mejor día de la semana. No llueve, está despejado pero no hace calor. El aire es relativamente limpio y a lo lejos se ven nubes que parecen sacadas de algún capítulo de los Simpsons.

Voy al colegio. Escucho y hablo parcialmente sobre algunos temas relevantes. Educación, democracia y empleo. Luego los minutos pasan y se vuelven pesadamente en horas que bien pensado se asemejan a las canas que salen –en mi caso- después de los 25. Cada hora en ciertos contextos es equivalente a una cana.
Al final me despido y camino hasta el metro Quinta Normal. Paso frente al Bibliometro y no hay nada interesante. Solo Las Benévolas de Jonathan Littell, un libro increíble y de proporciones bíblicas.

Me bajo en Plaza de Armas con la esperanza de encontrar el último libro de Gabriel Salazar del cuál me hablaron profusamente en un carrete a eso de las tres de la mañana. Le pregunto al vendedor por el último libro, pero el vendedor me comenta que el último es un texto de entrevistas en torno a la figura de Carlos Altamirano y yo le digo que no, que ese no es el último porque el último según mis fuentes habría salido no hace un año, sino que recientemente, una semana o menos quizás. El vendedor quien tiene una voluntad de oro, me lleva hasta su computador y busca infructuosamente. Qué raro le digo, probablemente es tan nuevo que ni siquiera está en las librerías y aun permanece oculto en la editorial de origen. Sin embargo, al tiempo que digo esto, pienso en que mi fuente no es del todo confiable porque a fin de cuentas está absolutamente mediatizada por un grado importante de vino en mi cuerpo. Ese día a las tres ya había consumido dos botellitas de Merlot y la única certeza que tenía entonces radicaba en la importancia del vino desde tiempos inmemoriales. Dije gracias al vendedor y me fui.

Lo hice caminando como siempre. Ni micro. Ni taxi. Ni metro. Es que caminar desde el centro hasta mi departamento es fabuloso. Ver el imponente edificio de la Universidad de Chile tapizado con lienzos, afiches y proclamas me da un poco de ansiedad y de curiosidad. Me recuerda a ratos que estoy viviendo en medio de un proceso histórico único.

Caminé por San Diego, miré sus librerías y me fijé en uno que otro libro, vi los instrumentos en la casa amarilla y reí mientras buscaba la tienda La Polar justo ahí, en el lugar donde ya no había nada. Llegué finalmente al Parque Diego de Almagro. Ese lugar siempre ha significado varias cosas. Desde los juegos Diana que me remiten a mi niñez a mis padres tomándome fotos sobre los juegos, hasta el pequeño rincón de los libros donde justamente, conseguí mis primeros textos. Si mal no recuerdo, el primero fue Balzac y el segundo Pessoa. El tercero y el quinto no los recuerdo, pero asumo que era algún escritor menor y decadente.

Mirando los libros, me llamo la atención un texto de Sergio Grez: La historia del Comunismo en Chile 1912 1927. Le pregunte al vendedor, quien se notaba instruido y amante de la literatura de izquierda, y me respondió que efectivamente era un texto nuevo e inédito, publicado hace no mas de una semana y que ni siquiera estaba en librerías. Dicho eso, no me quedo nada más que comprarlo.

martes, 20 de julio de 2010

El (des)orden de las cosas.

“Es medianoche. A esta misma hora, mi hermano Charly murió en octubre de 1987. En realidad se llamaba Charles pero le decían Charly. De haber nacido por acá, hubiera jugado pichangas en alguna cancha de fútbol de barrio, o habría veraneado en esta Reñaca donde ha comenzado a volarse todo. Aquí le hubieran dicho Carlanga, Carlitos o Carlitros. Pero mi hermano no nació acá” Álvaro Bisama. Música Marciana.

fotos

Explicación: Me llamó la atención este fragmento –que bien podrá haber sido un cuento para Santiago en cien palabras- porque dice cosas que en algún momento (imagino) todos nos hemos preguntado. Quiero decir: ¿qué pasa si yo hubiera nacido allá y no acá?

Pregunta: La misma situación surge cuando miro entre otras cosas, mis efectos personales. Qué pasa con este libro o con este disco, qué pasa con este cuadro o con este muro que sostiene heroicamente a un cuadro que está lleno de cosas y que al mismo tiempo es solo un papel en blanco esperando por esa hermeneútica instintiva que ha desarrollado el ojo. Me pregunto por los espacios y los rostros familiares, por las palabras y por el acopio de todo lo que me es posible recordar (posibilidad dada también por un asunto de azar). Y quizás desearía tener una cuenta de ahorro abultada, un pasaje de ida y vuelta a Europa, una casa de exquisitos olores a maderas nobles en el litoral central, como carta bajo la manga para esta conformidad sobre la lotería en que caí, pero lo cierto es que está bien. Estoy en el sitio donde mi cuerpo y mi cabeza se ha con convertido en la pieza de un puzle a medio terminar pero en correcto orden (que es como decir que desde el caos surge un árbol que crece y acomoda sus raíces en aquellos lugares donde no cabe ni un alfiler) y esa es mi satisfacción.

Respuesta: Encajo donde me han puesto. Donde he caído. Siento que Heidegger, a quien ya he olvidado, se rie en mi oreja. Y a más de cien kilómetros hay alguien que respira el aire puro que deja el mar y que se encontrará armando viajes para caer en otros sitios, no ya como los accidentes que fuimos, sino como las risas que descubrimos entre las incógnitas que crecieron entre decenas de otros accidentes. Una sala cuna y cintas en los brazos. Sí, como en “Érase una vez América” donde un par de mafiosos (Los dioses de Occidente o los de Oriente) alteran o juegan con lo que nos tocará: Gracias.

jueves, 4 de febrero de 2010

La gira del presidente Balmaceda al norte: o el viraje de la sociedad chilena a fines del siglo XIX.



Que un presidente de Chile haga una gira al extranjero no es ninguna novedad y que ese mismo presidente haga otra gira, pero dentro de nuestro país, ni siquiera cabe como consideración valida de asombro: es natural. Sin embargo, hace cien años no era lo mismo y de ello da cuenta Rafael Sagredo en su libro “La gira del presidente Balmaceda al norte”. El libro que ha simple vista podría parecer una bitácora de viaje recauchada, cuenta con una interpretación bastante rica y ceñida a una buena decena de fuentes que dan cuenta del itinerario del Balmaceda a la luz de un escenario entusiasta y adverso a ratos (la gira comienza en 1889, pero ya comenzaban a surgir divergencias en el seno de la oligarquía) y una comitiva excepcional que tenía la misión de seguir como una maquinaria omnímoda cada gesto del entonces presidente de Chile, siendo está, una herramienta de validación de su gestión, toda vez que era intrínsecamente un instrumento de propaganda política. El viaje resulta crucial. Es en esta gira a las provincias del norte –esencialmente a las nuevas provincias del norte- donde se fraguarán los elementos característicos de la política interventora de Balmaceda; su firme deseo de nacionalizar la producción de salitre, las obras públicas que debían llevarse a cabo –sobretodo en materia de comunicaciones y transporte- y comenzar al fin, con un proceso de industrialización efectivo. El libro se ubica entonces en esta coyuntura decisiva pero incipiente, y a través de los discursos de Balmaceda y de las informaciones que entregaban los periódicos y medios de la época, tanto opositores como afines al gobierno, se da cuenta de un proyecto que comenzaba a hacer eco en sectores más conservadores del patriciado chileno.

El libro resulta también un registro indispensable del fértil terreno de la historia de la vida cotidiana e incluso de la historia de las mentalidades. En sus casi doscientas páginas, se da cuenta de un modo de ser en el que se traslucen claramente las características de la configuración social de la época, entiendo por ellas, características que dan cuenta del barniz que cubre a la tradicional visión tripartita de nuestra sociedad. Hace poco leí en el segundo tomo de la historia contemporánea de Chile de Salazar y Pinto, que para entonces la clase media a pesar de estar en proceso de expansión (debido justamente a la anexión de nuevos territorios y con ello a la ampliación del aparato burocrático) vive finalmente un parto interrumpido, una gestación trunca a causa de la fatalidad que cubrió justamente, aquellas expectativas de desarrollo local, familiar e individual, en sectores que siendo originarios de las clases populares, pretendían a través del auge del salitre y en definitiva el desarrollo minero, alcanzar una movilidad social ascendente y debido a la consolidación de un escenario centro-periferia a nivel internacional, como a un agotamiento lógico de la prosperidad minera, volvieron a pauperizarse. Esto resulta ilustrativo en el texto. Están por ejemplo, aquellas manifestaciones de arribismo y siutiquería en las recepciones a la comitiva de Balmaceda, que ya explicitase Pinto en su análisis de nuestra clase media. Las competencias por el orden en que aparecían las distinguidas damas de estas sociedades provinciales en los cotilleos “institucionales” , dan cuenta de una expansión sintomática en la alborada de esta clase media momentánea.

El viaje de Balmaceda comienza con un despliegue ceremonial gigantesco y sin embargo, de vuelta en Valparaíso parece agonizar, quizás por cansancio, quizás por el tardío regreso al puerto, del mismo modo, al comienzo los medios califican la gesta como una muestra sincera y práctica de parte del ejecutivo para conocer los problemas reales de las provincias visitadas. El viaje es bienvenido. Ya de vuelta en la zona central, el escenario es otro. Se levantan firmes las voces que condenarán y entramparan la obra de Balmaceda, y comenzará el último tramo del duro quinquenio de Balmaceda. Se hace manifiesta entonces, aquella división (teórica por supuesto) que postulaba también Luis Vitale en su clásica Interpretación marxista de la historia de Chile. Una división que da cuenta de un antes y un después, de un Balmaceda moderado y uno fuerte, de un Balmaceda que sigue los derroteros liberales de sus antecesores y uno, que finalmente planteará reformas profundas.

miércoles, 20 de enero de 2010

Tokio Blues


El día 14 de enero, un día muy significativo para mí, terminé de leer Tokio Blues de Murakami. El libro, que lo había empezado a leer cuatro días antes, lo busqué por cielo y tierra en bibliotecas y en internet. La verdad, es que ya sabía donde encontrarlo, sin embargo, su costo me pareció abusivo, así que hasta entonces, preferí el camino de la piratería cibernética y la finta a los derechos de autor. Pero no resultó. Demasiadas páginas para imprimir, y al mirar la portada de la edición de Tusquets, decidí que lo mejor era ir por el original al precio que fuera. Eso hice y luego como apesadumbrado por un cargo de conciencia (un cargo de conciencia que probablemente no sea nunca el de un Ingeniero o un Abogado) de saberme culpable del delito infringido a mi presupuesto mensual, deje el libro de lado, mirándolo a veces con más sentimiento de pena que de una necesidad pura y exculpada de todo cargo.

El hecho es que concluí Tokio Blues el 14 de enero. Más de doscientas páginas solo ese día, divididas entre el metro (trayecto Bellavista La Florida – Pedro de Valdivia) el Parque de las Esculturas, y unas pocas paginas restantes, ya de retorno en casa. ¿Qué puedo decir del libro? Nada que no se pueda decir de un libro que te permite borrar del mapa a una veintena de niños jugando en una pileta, mientras te lees doscientas páginas de un tirón. El libro es como dice Fresán, adictivo y la narración de Murakami es hipnótica.

Debo admitir que sentí ganas de llorar cuando surgieron algunas escenas acompañadas por la música de los Beatles, especialmente por Norwegian Wood, mientras Naoko y Watanabe, los protagonistas de esta historia recuerdan paisajes de su pasado y entre ellos, pequeños detalles iban dando forma a una remoción delicada de esos escombros que atesora la memoria.

Lamentablemente no tenía un lápiz a mano para subrayar algunos pasajes, no obstante, el día anterior marqué uno que me llamó mucho la atención, en parte por esa imagen connatural que algunos occidentales tenemos de Japón y la cultura nipona, y también, por el hecho de pensar primitivamente algo que de seguro pasan por lo menos una vez al mes en uno que otro canal tipo National Geographic. Hablo de la estructura de una luciérnaga. Su estructura y esa suerte de epifanía insignificante bajo la oscuridad.

“Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos.”

Con este libro se me han venido imágenes o recuerdos de imágenes relativas a la lectura, al poder de la lectura, a esa fuerza envolvente de leer sin querer despegar los ojos del libro y alejando de él, todo rastro de tiempo y condiciones objetivas (entre ellas, el libro mismo.) Recuerdo la primera vez que comencé a familiarizarme con el placer de la lectura. Leí que un historiador chileno (Jaime Eyzaguirre) se topó con la decadencia de Occidente de Oswald Spengler y que dicho hallazgo le obligó a no pegar un ojo en toda la noche. Lo mismo me ocurrió antes de ayer, mientras con mi polola veía la película “El día en que Nietzsche lloró” y el psiquiatra Josef Breuer, pasaba la noche en vela leyendo las obras de Nietzsche. Siempre quise vivir eso. Incluso he sentido envidia cuando he escuchado que alguien toma el Capital de Marx y no lo suelta hasta el día siguiente. Y digo que este libro me recuerda todo este poder mistificador de la lectura, porque el me ha otorgado ese placer, el placer de deshacer el papel y la tinta y luego quedarme a solas con una historia sencilla, pero con tantos detalles como los hay en una canción de Miles Davis, quien a propósito también es parte de la historia de Watanabe, del mismo modo de Ornette Coleman y Thelonius Monk.

Demás está decir, que hablar sobre que trata el libro sería un crimen. Hay que leerlo, y si es posible con algo de jazz, los Beatles o la adaptación de Leo Brouwer a la obra de Lennon y McCartney. El resto es secreto. Yo sólo puedo hablar de los efectos secundarios de un libro.

martes, 12 de enero de 2010

Cuando hicimos historia


He estado leyendo un libro sobre aquellos aspectos estructurales de la Unidad Popular, y que sin embargo, dado el impacto y la violencia del golpe de Estado del 73, han quedado algo escondidos. El libro lleva por nombre “Cuando hicimos historia” y en él figuran diversos historiadores que enriquecen el texto a través de una mirada global de los “mil días de Allende”. Se tratan temas como la Reforma Agraria, El Área de Propiedad Social, el rol de Cristianos por la Izquierda, la ENU, y en última instancia (quiero decir, ya finalizando el libro junto a un artículo de Verónica Valdivia sobre las Fuerzas Armadas) la revolución cultural que presupuso el gobierno de Allende.

En este capítulo denominado oportunamente “La cultura en la unidad popular: porque esta vez no se trata de cambiar un presidente” escrito por César Alvornoz se ilustra el movimiento de la nueva canción chilena y fundamentalmente el rol del Estado frente a la promoción de una nueva cultura por y para las masas. Se habla por ejemplo, del intento de generar una nueva concepción la historia de nuestro país mediante el aporte de historiadores como Hernán Ramírez Necochea y Julio Jobet, quienes tendrían la misión de reconstruir nuestros orígenes desde una perspectiva que pusiera acento en los anónimos héroes de nuestra historia, trabajadores, pobladores, campesinos, entre otros. Junto a esto, el artículo ahonda en la decisión de llevar a toda la población un tipo de cultura que de cuenta de los cambios estructurales que la Unidad Popular conseguía, y es por esto, que surgen también los miedos de siempre, los temores sobre el posible adoctrinamiento y carácter stalinista de las propuestas editoriales manejadas por el gobierno. Los cuadernos de educación marxista, son bajo este entendido, una amenaza para gran parte de las capas medias y cómo no, para la totalidad de nuestra aristocracia más conservadora, aquella que militaba secretamente en movimientos facistas de choque como Patria y Libertad cercanas al gremialismo o a facciones nacionalistas.

Me ha impresionado profundamente la impronta de la Editorial Quimantú. Me han impresionado sus colosales ambiciones, sus miles y miles de copias (se habla de 50.000 copias semanales de tal o cual texto) a costos reducidísimos y con un catálogo tan basto como profundo. Desde clásicos hasta literatura infantil. Y frente a este hecho, me vi leyendo este libro con una envidia y espanto a la vez, porque leer que una editorial manejada por el Estado responde a la necesidad tan basta y universal como lo es la cultura, con tanta ambición, con tantas expectativas, me genera en términos generales un sobrecogimiento comparable solo al hecho de ver a un niño leyendo y disfrutando un buen libro. Creo que es la ausencia de proyectos editoriales como Quimantú, creo que es la nula gestión de los gobiernos de la Concertación por crear condiciones objetivas para una emancipación definitiva de la cultura. Aquí no hay ni nueva canción, ni intentos de adoctrinamientos (porque buenos o malos estos intentos develan al menos, un trasfondo, igualmente bueno o malo pero trasfondo al fin) y menos esa intervención benigna que todos pedimos del Estado, respecto a cosas tan sencillas como bajar de una vez por todas el impuesto a los libros. Quiero decir, me parece ridículo que un libro de 192 páginas supere los treinta mil pesos. Me parece injusto, absolutamente elitista y por lo tanto, caigo en eterna pregunta sobre el espejismo de la democracia en nuestro país. Porque la democracia no es solo enfundarse en una urna y emitir un voto, y tampoco lo es tener libertad para opinar de lo infinitamente patética que es la derecha chilena, sino que tiene que ver con el acceso a bienes y servicios, acceso que por lo demás, es un derecho. Y la cultura o la educación, no es sino, el más fundamental de todos los derechos y en pleno bicentenario de esta república moderna, lo único que sigo viendo y leyendo entre líneas, es el peso de la noche mantenido ya como un telón de acero, insondable y pintado con los colores de las hipócritas políticas reformistas de la Concertación. Señores: Cultura y educación no es organizar un festival de Teatro una vez al año, ni menos, parchar y reparchar los agujeros de este desastre con los sentidos subsidios a proyectos que en la mayoría de los casos desconocemos. La cultura por el contrario debería estar aquí, ahí, al alcance de todos. Es hora de levantar mil Quimantús y darle cuerda a las letras en un país que aun no conoce a las verdaderas manos de este triste teatro de sombras chinas.

Termino con un fragmente rescatado del artículo y que su vez, es parte de la propuesta de la Editorial, impresa en el diario La Nación (13 de febrero de 1971).

“Desde nuestro punto de vista, el paso que hemos dado significa el inicio de una nueva etapa en la difusión de la cultura en nuestro país. La Nueva Editorial del Estado contribuirá eficazmente a la tarea de proveer a los estudiantes chilenos de sus textos de estudios, de promover la literatura nuestra y permitir que el libro sea un bien que esté al alcance de todos los chilenos”