
En aquel tiempo todos, sin excepción, éramos escolares. Jóvenes de unos quince o dieciséis que en sus ratos libres, formaban grupos musicales, dibujaban a destajo o simplemente conversaban horas y horas sobre los temas más peregrinos e inusuales. La música por ejemplo, era un volumen completo al que le dábamos mil vueltas. Por ese período conocí a Alberto y a Luís. Ambos eran de otro curso y gracias a los malabares de
Lo particular en ellos y lo que en suma nos acercó definitivamente, fue la música. Alberto escuchaba buen rock y poseía una pericia inigualable en la ejecución de
Ninguno de nosotros tenía planes serios sobre la vida. Nadie quería ser lo que es hoy y con algunas excepciones, pocos eran los que se entusiasmaban con temas que hoy perfectamente podrían ser motivos de largas conversaciones. Nadie leía a Tolstoi del mismo modo que nadie escuchaba a Coltrane ni disfrutaba de las pinturas de Van Eyck. Creíamos en la música. Todo nos llevaba hacia nuestros grupos, compositores y virtuosos instrumentistas. Así cuando terminábamos de vagar por Canto General, Las Uvas y el Viento, y Los pensamientos, finalizabamos o en el mismo lugar en el que comenzamos, es decir, en la calle desprovistos de toda comodidad, o bien en la casa de alguno de nosotros, alguno de nosotros tres. Aunque si lo pienso mejor, no sé cómo y a través de que conjetura, llegábamos a la casa de Manuel Arancibia, distinto a nuestro amigo Manuel Oliveira, quien a propósito de su ausencia en nuestro vagabundeo por la calle (que en realidad eran las calles) era punto obligado para un sin fin de comparaciones, digamos que, sutilmente peyorativas. El gran tamaño de la cabeza de Manuel, nuestro amigo y compañero de colegio, era el asunto y desde ahí, como si se tratara de una Roma impensada de la cual provienen y salen todos los laberintos, Manuel Arancibia ejercía un imperio extraordinario del arte poético. Después de todo el humor tiene que ver con comparaciones, analogías y por lo tanto poesía. Luego de que Manuel con una especie de reconocimiento oculto -evidentemente deferente hacia nuestro Manuel, síntoma inequívoco de que tanto para él como para nosotros Manuel era indispensable- Alberto pedía la guitarra. Manuel sólo tenía una guitarra electroacústica con cuerdas de nylon, por lo que el estilo favorito de Alberto resultaba extraño en el sonido ibérico de la guitarra. Manuel tomaba la guitarra y nos mostraba con un dejo de profesor que da consejos, piezas españolas, piezas populares españolas y que por lo tanto, son perfectamente piezas estadounidenses españolas. Algo de Paco de Lucia, algo de Al Di Meola y finalmente Inuendo de Queen. Acto seguido prendía el computador y reproducía videos de guitarristas de la talla de Paul Gilbert (tocando guitarra española) Joe Satriani y Eric Johnson. Esos eran los minutos en que callados, parecíamos resignarnos y mirando fijamente los dedos de cada guitarrista, decidir subrepticiamente que lo nuestro, que cada uno de nosotros, seríamos todo menos nuestros sueños.
Al final del día el cumpleaños de mi hermana. Llegué a eso de las diez y ya estaban todas sus amigas (sólo amigas) en el cobertizo de la casa que es mejor dicho, una extensión disfrazada de la casa. Como mi pieza quedaba al fondo y adentro de la casa, no tuve necesidad de pasar por entre ellas (las amigas de mi hermana), así es que respondiendo a mi personalidad de anacoreta o ermitaño, me encerré en mi habitación. Encendí el computador y deje correr un par de buenas canciones. Lo mismo de siempre en mi zócalo.
La noche era perfecta. No hacía ni calor ni frío, lo que me permitía estar con una polera y una camiseta sin problemas. Afuera por lo menos, el aire se respiraba más puro que de costumbre, un aire precordillerano aun cuando alguien haya dicho que era más bien un aire de playa. Las hojas del parrón recién crecían y ese verde intenso que sólo tienen las hojas al desdibujarse de su postal de otoño, me hicieron quedarme largo rato mirándolas y mientras las diluía en mi vista, los fantasmas aparecieron en tonalidades sinuosas. Las sombras del ramaje contra las cortinas o el mismo reflejo ambiguo de la luna entre nubes que van y que vienen, me otorgaron repentinamente una impostura lenitiva, triste, enormemente triste. Impostura recalco, porque eso ya no era lo mío y sentí el tiempo corriendo a mis pies como una playa completa devolviéndome al mar. Pensé en el mar ciertamente, en parte por mi pasado y en parte por el video musical que había dejado correr, donde un hombre se lanzaba a una piscina y caía transformado (retomado) en niño, el niño que seguramente siempre fue y luego, a medida que los minutos y la música avanzaban el hombre que se convirtió nuevamente en niño, metamorfoseaba en feto. Un feto al interior del útero. La visión de aquella secuencia me hizo pensar que lo que vendría sería una retrospección aun más atrevida, y mostraría a la madre del niño y al padre, y luego a ellos mismos convertidos en niños y a la vez a esos niños convertidos en fetos dentro de su madre que minuto a minuto retrocedía en el tiempo hasta llegar a su madre y su madre a su madre, y esta madre a su madre. Pero no, lo que vi fue una vuelta de tuerca. Lo que observé en los segundos siguientes fue al hombre-niño-feto inicial, saliendo del útero y nadando hacia fuera de si, quiero decir, desde el mar hacia la arena, desde el fondo de su piscina hasta el borde de cemento, donde lo recibirían orgullosos sus padres. Cuando el video había terminado, sentí mi nombre. Era mi hermana que me llamaba. Quería que saludase a sus amigas.
Entonces las (la) saludé.