
Confieso que esas historias me las contaba mi madre cuando yo era un niño de pies a cabeza, y yo claro, ponía una atención digna de niño mateo. De ese modo me iba a otro lugar y pensaba en cómo las cosas llegan a ser lo que son, como, en tiempos donde no existían medios de comunicación masivos, ni tampoco, privados, donde las distancias eran gigantescas y la noche de una oscuridad absoluta, alguien con seis hijos podía vivir la vida de esa forma.
Debía dormir con las luces prendidas y a pesar de que mi madre la apagaba constantemente, porque ya estaba bueno, yo era un niño que no estaba para esos miedos, al final terminó cediendo y consideró que pasaban cosas extrañas por mi cabeza. Temores fundados quizás, exceso de protección seguramente. Pero no, no mamá, no es nada de eso, es todo lo contrario, pero cómo te lo explico, sólo déjame seguir despierto, quiero seguir soñando y es más, quiero dibujar ¿me podrías traer una hoja verde y los faber castells que me compraste la otra vez?. Sin embargo mi mamá siempre fue una madre excepcional, y a propósito que hoy salió una noticia sobre las implicancias de la falta de sueño, algo así como riesgos concretos en el aparato cardiovascular, ella decidía no hacerme caso y apagarme la luz para que pudiese dormir bien.
Confieso, y lo hago con algo de vergüenza, que ayer me costó apagar la luz. Sentí que si lo hacía, que sí apretaba el interruptor de la lámpara, me iba a diluir en una pena que parecía mayordomo de una casona confinada en un latifundio sin luz, en una parcela enorme sin ningún tipo de civilidad. Pensé que el vacío de mi estómago se extendería como una gota de agua en papel roneo, y yo desparecería o no querría aparecer nunca más, lo que al final es lo mismo, pero con variantes en el asunto de la cobardía. Qué fuerte me tomaron esos pensamientos, esas palabras escritas con teclas duras de máquina de escribir antigua y que por lo tanto, son necesarias golpear y retroceder todas las veces que sea necesario para que la letra quede marcada. Eran imágenes indelebles, círculos sagrados en un río que parecía detenerse de improvisto en medio de árboles que seguían moviéndose, en medio de pájaros que seguían volando, en medio de nubes que seguían rompiendo el cielo partiendo el horizonte en dos.
Qué hice, qué me hicieron, qué hiciste para relegarme a este sitio tan repleto de ti, que ahora dejo de escuchar con atención la trompeta de Miles Davis, y la voz de eddie vedder se convierte en una sonoridad fantasmal, media muerta media viva, donde reconozco que así son las cosas cuando no estás conmigo. Son como fantasmas y el único recurso que poseo para defenderme de este universo medio muerto medio vivo, es la luz, mi lámpara que me mantiene despierto a fuerza de cansancio en los párpados y ojeras que se agrandan como sacos henchidos por helio y que como los globos, se van al cielo a buscarte.
Tengo dos mundos desde que nos tomamos de las manos ¿recuerdas cuál fue la primera vez que nos tomamos de las manos? y ¿cuál fue la primera vez que caminamos abrazados? ¿cuál fue la primera vez que nos tendimos en el pasto a mirar el cielo? .
Confieso que tu aroma me desvela y que a pesar de que ahora conozco de qué se trata el berries, me cuesta mucho creer que sólo sean frambuesas y moras, más bien creo que es la esencia de algo sagrado mi vida, espera, ahora que lo pienso mejor, recuerdo que cuando olfateé el agua bendita mientras el cura daba el sermón de Juan Bautista, no sentí ningún olor, así que asumo que lo sagrado es inoloro del mismo modo que invisible. Y si tu aroma no tiene que ver con epifanías ni escatologías vanas, entonces tiene que ver con la soberanía más plena de la vida sobre la otra vida, de la vida sobre la muerte, de la vida sobre ese estado inerme que es el cansancio. Recuerdo tu aroma y me desespero, pienso en mis hojas verdes y me urgen. Creo que podría dibujar tu aroma aun cuando corra el riesgo de garabatear el papel con decenas de sinónimos de belleza. Pero amor, yo quería confesarme de otro asunto, uno que no aguanta más dilaciones. Asi que procederé: Mientras mantenía la luz prendida y te extrañaba al punto de concentrarme en extrañarte, tomé un libro, no para dejar de extrañarte sino para imaginar que podrías estar a mi lado mientras yo lo leía. Escogí ese que te gustó tanto, el libro de las mil citas, el libro perfecto para dedicar párrafos jugando a decir un número, dar con ese número en una página y leer. Confieso que he leído poquísimo de ese libro, por lo que comencé donde había quedado. Página setenta y cuatro: “¿podemos conservar la juventud abrazados durante el resto de nuestros días a una litera color a abeto?” . Después de eso y de preguntarme sobre el color abeto, no pude seguir leyendo. Debo haber caído vencido por el sueño, lo que implica ante todo, dormir para soñar.
Mi madre me contaba que mi abuelito le tomó sus primeras fotos al Padre Alberto Hurtado cuando aun no era Santo y por lo tanto, más santo que ahora. Soñé que me lo contaba mientras yo dibujaba en las hojas verdes una camioneta verde. No recuerdo muy bien el lugar en que me hablaba de eso, pero sí, que yo no era un niño, no el niño doble o triple que fui en un comienzo, sino el niño perdido que soy al final. Dibujaba sin necesidad de pintar una camioneta verde en una hoja verde, de tal forma, que al interior del sueño o de la voz juvenil de mi madre, tenía tiempo suficiente como para soñar o pensar o imaginar, e hice lo de siempre y me soñé solo en los escenarios que describía mi madre. Como en Vanilla Sky, como en Abre los Ojos. Era todo tan limpio, como si la vida sin mucha gente fuera un regalo paradisíaco, elegíaco por donde se mire. Y mi madre me hablaba de la maquina con que mi abuelito sacaba fotos. Cuando lanzaba el flash se sentía una explosión que hacía pensar que el aparato funcionaba con la perdida necesaria de algún fusible o una ampolleta, decía ella. Imaginé el flash, imaginé la explosión, imaginé la luz y el estruendo. En el cielo, todo lo imaginé en el cielo y ya no era la Alameda ni los años veinte, era el cielo, que según leí por ahí, se escapa al tiempo y a las ciudades, siendo el cielo de Praga el mismo de Santiago. Pero yo no imaginé el de Santiago ni el de Praga ni el del Magreb, yo imaginé uno como el de una foto que sacaste y aparecen nuestras manos. Ese cielo es doble. Son Dos cielos con dos manos. Una tuya y una mía. Me sentía tan bien mi niña, como cuando era niño y las historias de mi madre se me clavaban en la cabeza con la única salvedad, que yo las vivía internamente en la más absoluta soledad. Como un mendigo sobrio que sigue durmiendo a la intemperie aun cuando la ciudad está vacía, sólo que ahora me sentía más seguro, más confiado en que los edificios, las casas y los lugares públicos no se llenan con gente, sino simplemente con el deseo impostergable de habitarlos allí por siempre, pero insisto, yo no miraba la ciudad, lo que yo veía con detención, era el cielo y nuestras manos compartiendo todo lo que duplicado, se funde en un solo plano.